Nació en el poblado de Mineral de la Luz, estado de Guanajuato (México), el 8 de diciembre de 1878 y falleció en la Ciudad de México el 21 de enero de 1952. Fue un escritor interesado en la paremiología (disciplina que estudia los refranes y proverbios) y el español popular mexicano. Su obra lexicográfica se caracteriza por una defensa incansable hacia el reconocimiento del acervo léxico mexicano en primer lugar y del americano en segundo lugar desde una postura policéntrica.
Después de realizar sus estudios en el Colegio del Estado de Guanajuato, continuó su educación de manera autodidacta. Sus primeros trabajos los publicó en un periódico dirigido a los mineros: El Barretero, posteriormente fundó El Correo de Guanajuato. Se radicó en la Ciudad de México desde 1905 ocupándose de labore editoriales. Fue regidor del Ayuntamiento de la Ciudad de México, Jefe del Departamento Administrativo del mismo Ayuntamiento, interventor del Banco Hipotecario y Director del Nacional Monte de Piedad.
En su quehacer literario, se dio a conocer como dramaturgo, crítico teatral, narrador y periodista, pero es más reconocido como lexicógrafo. Su interés por el habla popular lo llevó a recoger los vocablos y frases que consideraba exclusivos de México y de ciertos sectores sociales.
Conocido también por el seudónimo de “Ricardo del Castillo”, fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, a la que ingresó en 1927 y desempeño los cargos de secretario y tesorero hasta su muerte. Colaboró en el diario México Nuevo y en la Revista de Revistas. Entre sus obras destacan: Pierrot: ensayo dramático (1909), Ligeras reflexiones acerca de nuestro teatro nacional (1912), Los llamados mexicanismos de la Academia española, (1917), Nahuatlismos y barbarismos (1919), El jaripeo (1920) La anarquía del lenguaje en la América española (1925), Refranes, proverbios y dichos y dicharachos mexicanos, dos volúmenes (1925 y 1940).
Dos de sus obras pertenecieron al acervo particular de Vicente Lombardo Toledano, personaje a quien Darío Rubio estimaba.
Ricardo del Castillo. Los llamados mexicanismos de la Academia española. México: Imp. Franco-Mexicana, 1917
“Para el Señor Lic. don Vicente Lombardo Toledano, con la significación de la alta estima en que le tiene el autor de estos apuntamientos (rúbrica) Darío Rubio. Mex. Ocbre. 1° de 1922.”
Darío Rubio. La anarquía del lenguaje en la América Española. México: Confederación Regional Obrera Mexicana, 1925.
“Para Vicente Lombardo Toledano, con el cariño que él sabe bien le tiene el autor de estos estudios. (rúbrica) Darío Rubio. México, Diciembre de 1925”
Por el Mtro. Josep Francesc Sanmartín Cava y el dedicado trabajo realizado por los Servicios Bibliotecarios del Centro de Estudios Filosóficos, Políticos y Sociales Vicente Lombardo Toledano.
Enrique Fernández Ledesma nació el 15 de abril de 1888, en los Pinos, estado de Zacatecas (México); y falleció el 9 de noviembre de 1939, en la Ciudad de México. Fue un destacado poeta, narrador, ensayista, escritor de crónicas literarias, comentarista de arte y periodista. De muy joven, se trasladó a Aguascalientes a estudiar, donde conoció a Saturnino Herán, Manuel M. Ponce y Ramón López Velarde. En 1910, fue director del periódico El Noticiero y dirigió el semanario Zig Zag, donde también publicó poemas, crónicas literarias y comentarios sobre arte. También colaboró con El Universal, México Moderno, Pegaso y Revista de Revistas. Más tarde, se trasladaría a la Ciudad de México, donde desarrollaría su profesión como escritor y crítico literario. De 1929 a 1936, fue subdirector y director de la Biblioteca Nacional de México, lo que le sirvió para promover la lectura a través de la radio donde emitía “Mensajes bibliográficos y críticos de la Biblioteca Nacional de México”. También fue responsable de la instalación de la Hemeroteca Nacional en la capilla de la Tercera orden y fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. Por último, fue director de la reimpresión de Los mexicanos pintados por sí mismos.
Recordamos a Enrique Fernández Ledesma con uno de los capítulos del libro Viajes al siglo XIX (1933). En este pasaje el autor narra la llegada del poeta Zorrilla a México, y los versos recitados por varios de los poetas que acudieron al encuentro, como José Sebastián Segura y Lacunza, y también por el propio Zorrilla. También encontramos una dedicatoria al Mtro. Vicente Lombardo Toledano.
Texto: Don José Zorrilla, con sus treinta y ocho años mozos, su optimismo peninsular, hecho a las sonrisas del éxito y su carga lírica , briosa y resonante, tuvo, en aquella mañana del 14 de enero de 1855, la primera sonrisa para el grupo de mexicanos que esperaban su llegada. Empujado por tales impresiones, saltó, agilísimo, del carruaje.
Era éste la diligencia de Puebla que acababa de detenerse en la garita de San Lázaro; vasta, pesada y chirriante, con sus mulas cascabeleras y su sotacochero maldiciente…
La garita era, entonces, menos que el suburbio de esa parte oriental de México. Era sólo la casa del guarda, la oficina fiscal de Derechos de Peaje y el yermo, en torno.
De la comitiva de escritores que había ido a recibir al poeta, desprcndióse uu caballero y con visibles muestras de emoción se acercó a la diligencia.
—¿Sin duda el señor don José Zorrilla y Moral? —Servidor de usted. Y yo, acaso tengo el gusto de hablar con el señor Conde de la Cortina? —Si, señor. —Pues venga usted a mi pecho. Y Zorrilla se echó en brazos del prócer. —Traigo estas cartas de presentación para usted, Conde. —Inútiles del todo, ilustre amigo. Hombres como usted no necesitan presentaciones. Su solo Hombre basta para abrirse paso en todas partes… Y para dictar órdenes, añadió obsequioso.
Don José Gómez de la Cortina, Conde dc la Cortina y Castro, tenia entonces cincuenta y seis años. Su prognatismo se le había acentuado y la nariz de aguilucho se agravaba con el subrayado vivaz y fulgurante de sus ojos. La urbanidad irreprochable, pero un poco fría, le daba aires inequívocos de señor. Y lo era.
Con ademán amistoso indicó al grupo de poetas y literatos que esperaban. E hizo las presentaciones. Zalemas, Cortesías, hipérboles de la emoción, vivas a la gloria peninsular, en pleno campo. Y algunas estrofas de bienvenida, llenas de entusiasmo y de ripios.
La entrada de Zorrilla a la ciudad fue como una apoteosis. Se abandonó la diligencia y el poeta subió al carruaje del Conde. Coches y jinetes rodeaban al viajero. Y voces enronquecidas ululaban aclamaciones. El 16 se promovió un brillante agasajo para el Píndaro Moderno, según se llamaba ya al poeta en las columnas de los periódicos. Gómez de la Cortina se consideró el representante de la intelectualidad mexicana y el índice de etiquetas y honores. Un rumboso banquete, en el hotel del Bazar, dio cuenta de la solemnidad con que se acogía al viajero. Los poetas de entonces, temblorosos de entusiasmo, anhelantes, sonadores, resplandecían de pura emoción romántica.
Estaban allí, generosos, modestos, ofreciendo noblemente su pleitesía, los miembros de la falange intelectual más avanzada: Moreno y Jove, Lacunza, Pesado, Algara, de la Portilla, Segura y Argüelles, don José Sebastián Segura, Roa Bárcena, Baldovinos, Arróniz, Bello, Barreda, Anievas, don Agustín Sánchez de Tagle, González Bocanegra y otros numerosos representativos de la poca.
Al caer de las siete aparecieron, entre murmullos de impaciencia, aplausos y vivas, el anfitrión y el poeta. Se presentaban como si acabasen de escalar el Pindo: solemnes, conmovidos… pero sonrientes.
El Conde, ocultando su emoción bajo Sus hábiles maneras de gentleman, dijo unas sobrias palabras al presentar a sus compañeros de letras… Cada invitado llevaba una buena provisión de metáforas para lanzarlas a la hora oportuna. Zorrilla, malicioso y mundano, tenía también su reserva de tropos y parábolas, que distribuía a discreción. Pero aquello no era nada para lo de la hora del brindis. De los brindis, porque cada visitante se creyó en el deber de disparar el arco simbólico. Y empezó el tiroteo.
Las saetas cruzábanse por encima de los inocentes manteles. Sin embargo, no respondemos de que todas se hayan clavado en el pecho del poeta…
Lacunza, recordando sus éxitos de la Academia de Letrán, soltó unos alejandrinos exaltados, llenos de pasajes pedestres que se escurrían por este final: bendito el que quiere amigos se puede siempre ver…! Con todo, tal pobreza de expresión alternaba con ciertas nobles vibraciones de la poca:
…y vive todavía del mundo en los confines la lengua en que el Rey Carlos gustaba hablar a Dios…
Pesado renovaba su modesto Siglo de Oro en estancias ‹‹de arte mixto››. Su homenaje era, en realidad, un apreciable embutido que concluía así:
¡Oh, Musas: dadme flores, dadme rosas, dadme el laurel divino con que ciña las sienes victoriosas del Vate peregrino…!
Don José Sebastián Segura se personificaba en un soneto, no se sabe si con los atributos del Garcilaso, capitán y poeta, o con los del Inca historiador. De cualquier modo, remataba así su cumplido:
…quo el joven y animoso Garcilaso cantar debe las glorias de Zorrilla…
El mismo don José Sebastián, quizá en quiebra con su conciencia literaria y como un puntal para prevenir las arremetidas de Gómez de la Cortina —que habían sido implacables en su periódico satírico El Zurriago— saludaba, a la vez, al prócer y a su crítico en esta octava real, aunque no regia:
¡Oh, tú, que eras también lustre y decoro del templo de la sacra poesía, enséñame a vibrar el plectro de oro! Y en otro dulce y placentero día, por ti, en verso magnífico y sonoro, gozosa brindar la musa mía, cual brinda ahora, con ardiente halago, ¡aunque la asusta el inmortal ‹‹Zurriago››!
Dispararon sus dardos, unos medianamente afortunados y otros fallidos, don Joaquín Sánchez de Tagle, don Casimiro del Collado, el dean poeta Moreno y Jove, Roa Bárcena, Barreda y algunos más.
Zorrilla estaba positivamente emocionado. A tal punto que, cuando agradeció en breves palabras (breves e incoloras, como un discurso diplomático) los honores que se le hacían, apuntó a sus ojos, en varios pasajes de la lectura, un llanto indiscreto que le anudó la garganta:
‹‹…Confío en Dios que México, esta madre adoptiva, no se avergonzará jamás de haberme tenido por hijo. Y que el recuerdo que de mi la deje, la probara que yo tengo en más la reputación de hombre honrado que la vanidad de la gloria mundana…››
FERNÁNDEZ Ledesma, Enrique. Viajes al siglo XIX, señales y simpatías en la vida de México. México: [s.n.], 1933.
A Vicente Lombardo Toledano, ilustre pensador y encumbradísimo espíritu. Con mis respetos a gran y noble talento. Firmado Enrique Fernández Ledesma. México 1933. Nota del autor: Las aguafuerte de este ejemplar han sido tocadas a mano
Obra ubicada en el acervo histórico: “Dedicatorias a Vicente Lombardo Toledano” en la biblioteca del Centro de Estudios Vicente Lombardo Toledano.
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